"Un buen libro es un tesoro: cada hoja, un pan de oro."
(refranero popular)
Su autor, natural de Huércal-Overa (Almería), es general de brigada de Infantería y doctor por la Universidad Complutense de Madrid. Es habitual leer en los estudios estratégicos que el futuro es incierto e imprevisible, grave y fatalista error, porque el futuro no debe adivinarse sino configurarse. La evolución del Ejército español desde hace al menos 40 años no ha seguido un modelo coherente. EL principal problema, quizás el único, es que no tuvo un objetivo definido, sino que fue a base de parches parciales, dando como resultado una fuerza esquizofrénica, donde la teoría y la realidad están disociadas. Los campos de batalla del futuro es un análisis realista sobre las amenazas nacionales y sobre la principal herramienta para hacerlas frente con éxito.
El feliz desenlace, para la
tripulación española al menos, de la reciente crisis en el
Chad empieza a poner sobre el tapete algunos de los oscuros
juegos que se empiezan a librar, con peones interpuestos bien
a su pesar, en las relaciones Norte-Sur o, para ser más
explícitos, desarrollo versus subdesarrollo. La utilización
del medio natural con fines militares (tácticos y
estratégicos) tiene una historia de milenios: desde la corta
de árboles o el emponzoñamiento de pozos de agua, al uso del
clima: a veces de forma pasiva (“El general invierno”,
genialmente empleado por los rusos primero con el “Grand
Armée” napoleónico y luego con el ejército alemán) y, más
recientemente, interactuando sobre el mismo: es clásico el
ejemplo del bombardeo de diques vietnamitas, en la época de
los monzones, por el US Army.
Aun no he podido echarle
el guante a la última y reciente publicación del prestigioso
general Salvador Fontela Ballesta (quien hace años fue Segundo
Jefe de la Comandancia Militar de Ceuta), “Los campos de
batalla del futuro”, pero en los nuevos escenarios que se
están presentando a marchas forzadas deben figurar tres
grandes epígrafes: las guerras civilizacionales, las guerras
por los recursos (agua y energía en primer término) y las
guerras climáticas, pues los cambios en el ecosistema no harán
sino acelerarse (sequía, avance del desierto…) induciendo la
puesta en marcha de grandes movimientos migratorios. Otras
veces y de forma soterrada, pueden cruzarse ambos escenarios
(guerra + clima) como pudiera estar ya sucediendo en Darfur,
Sudán.
Efectivamente, en la región de Darfur, con una
superficie similar a la de España en la que sobreviven sobre 6
millones de habitantes y de donde, en teoría, procedían los
infelices e inocentes niños “rescatados” por la ONG francesa
“El Arca de Zoé”, cuyo desenlace salpicó a la tripulación
española, convergen tres líneas que envuelven la región en una
cruelísima guerra civil desde principios de 2003, que ha
ocasionado ya más de 200.000 muertos y desplazado una
corriente migratoria superior a los 2 millones de personas.
Primero y como ha confirmado el Programa de las Naciones
Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la creciente sequía que
ha agravado, por lo demás, un problema ya latente en la zona
norte: la desertificación; después la dictadura islamista, que
llevó al poder tras un sangriento golpe de estado en 1989 a un
presidente radical, Omar el-Béchir, cuyo régimen no ha dejado
de atizar los odios cainitas entre la población nómada (y
pastoril) y la sedentaria (agrícola), con criterios
étnico-lingüistas (imposición del árabe mayoritario entre los
nómadas); finalmente, la riqueza de oro negro del subsuelo
sudanés que, según algunas prospecciones, podría extenderse a
la zona este, la región de Darfur, limítrofe mayoritariamente
con Chad y, en menor superficie, con Libia y la Republica
Centroafricana.
Dos potencias (una clásica, en
retirada y otra emergente) se observan a distancia: Francia y
la República Popular China, el coloso asiático, que mantiene
al día de hoy en África más embajadas que los Estados Unidos.
¿Qué pensará el espectro del general Gordon, con su guerrera
rojo-británico, desde la capital de Sudán, la legendaria
Khartúm?.